Así de tajante se mostraba Daniel
cuando comenzamos a hablar de fútbol y sobre las posibilidades que
tenía la Selección Española. Lo decía convencido, sin titubear, y
ante el asombro de los que le escuchábamos.
Lo argumentaba diciendo que en la
Selección Española se ve reflejada la España histórica que se ha
construído en los cimientos del odio. El color rojo de la camiseta
representaba la sangre derramada por íberos, judíos, moros,
cristianos y partidarios de unos reyes u otros que a lo largo de la
historia han luchado entre ellos. Decía que por algo somos el país
con más guerras civiles del mundo.
Los que invadían el país siempre
decían que ellos eran los verdaderos españoles. Con la reconquista
se decía que España siempre fue cristiana, cuando La Reina Católica
expulsó a los judíos o les amenazaba con matarlos si no se
convertían al cristianismo también lo decía. Siempre se hablaba de
españoles auténticos y de los que no lo son. Y esas cosas, por
ejemplo, no ocurrían en otros países. Se podía ser de izquierdas,
de derechas, apolítico, anarquista, antisistema, pero nadie
se atrevía a cuestionar que unos u otros no eran alemanes, franceses o
filipinos. Ese era un fenómeno muy típico de España.
Yo le dije que eso que eran
chorradas. Que nada queda de todo eso, que nuestra generación ya no
piensa en la Guerra Civil ni en odios históricos, que lo único que
queremos es vivir en paz, armonía y sin rencores, que ya ha pasado
demasiado tiempo para echarnos la culpa los unos a otros de lo que
ocurrió, que ni siquiera existíamos, que todo
eso nos es ajeno.
Pero él decía que no. Que de algún
modo u otro todo eso subyace en nuestro carácter, en nuestra
educación y en la forma de ser. Y, por lo tanto, todo eso repercutía
en la selección española que, de algún modo u otro, estaba
dividida y no actuaba como conjunto porque nunca fueron un
conjunto.
Yo insistía en que podíamos ganar el
mundial. Pero Daniel decía que ganaríamos en la fase de grupos
al típico equipo de tercera categoría y nos invadiría el espíritu
de Don Quijote, ese que nos hacía vernos más grandes de lo que
somos, de creer que tenemos una gran selección cuando en realidad lo
que tenemos es un caballo viejo y unos escuderos rechonchos y tontos.
Luego, cuando perdiésemos en cuartos, echaríamos la culpa al
árbitro, al seleccionador de turno, a la providencia, o diremos que
hemos sufrido un encantamiento y que los gigantes eran demasiado
peligrosos como para luchar contra ellos. Él decía que Don Quijote
representaba nuestra españolidad, que era la obra
más actual que existía porque reflejaba el carácter español a la
perfección y nuestra esencia era exactamente la misma cinco
siglos después.
Estuvimos discutiendo toda la tarde. Arreglamos el mundo, el país, analizamos todos los
pormenores de la política mundial hasta que la
conversación se nos fue de las manos y terminamos hablando, como
siempre, de pollas, tetas y culos. Era algo habitual: comenzábamos
hablando de lo más trascendental y llegábamos a lo más banal.
Al final apostamos que si España
ganaba el mundial yo le invitaría a una paella.
Habíamos
bebido unas diez cervezas
por cabeza. Yo estaba mareado pero Daniel aguantaba el tipo. Tenia el
cuerpo a prueba de bombas. Quizás era porque la quimioterapia a la
que había sido sometido le había hecho un cuerpo mucho más fuerte,
aunque ahora ya estaba completamente curado y reestablecido del cáncer
que tenía. Aquello fue muy curioso porque en
mi vida vi afrontar esa enfermedad como lo hizo él.
Cuando
todos estábamos preocupados por
su estado de salud él bromeaba diciendo que ahora que se le había
caído el pelo tendría mucho más fácil follar porque
las mujeres, al verle, inconscientemente asociarían su cabeza a un
falo y se despertarían sus apetitos sexuales. Se pasaba el día
haciendo bromas de ese tipo y entre chiste y chiste daba a entender que
no sufría. Era admirable porque nos hacía reír a todos burlándose de una
enfermedad
que podría habérselo llevado por delante en cualquier momento.
Al terminar de tratarse el cáncer (sí,
yo digo cáncer, y no como esos políticamente correctos que hablan
de “larga enfermedad” o eufemismos similares) el hospital le pasó
una encuesta que le hacían a todos los pacientes para valorar el
trato recibido y poder mejorar la calidad del servicio. Toda la
encuesta se rellenaba con cruces de “muy bien”, “bien”,
“regular”, “mal”. Pero en el último apartado había un
espacio en el que se podía escribir alguna queja o
sugerencia. Daniel escribió con su gran elocuencia que le parecía
intolerable que, durante todo el tiempo que permaneció en el hospital,
ninguna de las enfermeras se hubiese enamorado de él enloquecidamente y deberían hacer algo al respecto.
Salimos de aquel bar de Valencia. Yo
iba más contento de lo habitual. Hacía mucho tiempo que no bebía. Aquella la tarde Daniel estuvo presentando su libro. Según él
era la preseentación de libro más tardía de la historia porque
estaba haciéndola dos años después de salir a la
luz. Pero la enfermedad lo tuvo ocupado y no fue hasta ese momento
cuando pudo hacer la presentación y, con la excusa, pasar un buen
rato con los amigos de Valencia. El libro se llamaba “Los Rodriguez
desde la cocina”. Y era un libro con fotografías y textos de Los
Rodríguez, el grupo en el que Daniel tocó el bajo durante años. En
la dedicatoria que puso en mi ejemplar escribió: “Amigo, te dedico una tiradita de goma sin dentadura
con mucho afecto”.
Mientras caminábamos hacia su hotel se
agarro de mi hombro y me dijo:
-¿Qué sientes al estar al lado de una
estrella del rock como yo? ¿No notas una aureola carismática
especial con la que te embriagas?
-Lo que noto es que un viejo choto
trolo que chochea y ya y está diciendo boludeces – le
contesté poniendo el acento argentino de nuestro admirado
Tangalanga, aunque a mí no me salía nada bien como a él.
Llegamos a la puerta del hotel y nos
despedimos con un gran abrazo, como si no nos fuéramos a ver en
mucho tiempo.
-Eres muy grande -me dijo mientras me
sujetaba de los hombros.
-Tú sí que eres grande -le contesté.
Se metió en su hotel y yo me fui a la
estación de tren para volver a Cullera.
En Cullera había quedado con Juanjo.
Me había mandado un mensaje diciendo que quería quedar conmigo para
hablar. Parecía importante, aunque ya se sabe... las cosas que parecen importantes
al final siempre resultan ser una gilipollez. Esa noche salimos por
los pubs de Cullera. Estaban tan desolados, tan tristes y tan
decadentes como de costumbre.
Allí continué bebiendo más y más
cerveza. Juanjo no me había dicho nada durante toda la noche, lo
cual me extrañaba. Suponía que me iba a contar su problema
sentimental de turno, y no hay nada que me aburra más en el mundo
que escuchar a gente hablar de problemas sentimentales. Cuando
alguien me habla de sus dramas personales a mí me dan ganas de
gritar “¡Estáis todos mal por problemas que creéis que son sentimentales cuando en realidad lo que os ocurre es que una persona
con una determinada vagina o determinado pene no os hace caso!”. La
gente que llora por amor o que se molesta por amor me
parecía estúpida. Quizás era porque yo estaba despechado. Yo
estaba tratando de superar mi ruptura con Alicia y no quería saber
nada de ese tema absurdo llamado “amor”. Juanjo me había ayudado mucho
en eso, estuvo escuchándome y dándome buenos consejos para
superarlo.
Avanzaba la noche y como él no me
decía nada me acerqué a él y le pregunté qué quería contarme.
-Salgamos fuera -me dijo.
Nos sentamos en unos bancos que hay al
lado del Burguer King en el paseo marítimo. Él no me miraba a los
ojos. Eso me hacía pensar que su problema era grave. Seguramente se
trataría de una mujer que le había vuelto a rechazar. Ya estaba
imaginando qué debía decirle para que se sintiera mejor y darle mi
máximo apoyo. Él lo había hecho y yo debía hacerlo igual, por
algo él era mi mejor amigo y yo era su mejor amigo. Nos
comprendíamos.
-¿Qué te pasa? -le pregunté
intrigado.
-No sé cómo decírtelo.
-¿Estás enamorado de mí? -bromeé.
-No -fue tan seco que comprendí que lo
que pasaba era muy serio.
-¿Y qué es?
-Estoy saliendo con Alicia.
El
Enola Gay acababa de sobrevolar Cullera,
había arrojado su bomba y yo estaba tratando de digerirlo. Me lo dijo
sin rodeos. Me costó reaccionar, me quedé en silencio durante unos
segundos que se hicieron muy incómodos. Sólo se escuchaba a un
perro ladrar a lo lejos. No podía ni
pestañear y ni siquiera me planteaba que me pudiese estar gastando
una broma porque no tendría ninguna gracia.
-¿Cómo dices? -fue lo único que
logré decir.
-Tío, pensaba decírtelo, llevo toda
la semana esperando para hacerlo pero no encontraba el momento
adecuado.
No contesté. Mire hacia el lado
opuesto de la acera. Los transeúntes pasaban ajenos a todo. A mí se
me estaba comenzando a acelerar la respiración. Algo me subía desde
la tripa hasta la garganta. Comencé a mover mis dedos y a apretar mi
puño. También se me aceleró el corazón. Me pasé la mano por la
cabeza en un gesto como si estuviese rascándome y quitándome el sudor a la vez. Le volví
a mirar, él no me miraba.
-Sólo espero que no te enfades
-añadió.
-¿Qué no me enfade? -pregunté
indignado- ¿Cómo has podido?
No
salía del asombro. Me costaba creerlo. Era una de esas cosas que jamás
imaginaba que podía suceder.
Hasta hacía bien poco él me estaba dando consejos de cómo
olvidarla: “olvídate, esa chica, no merece la pena” me decía
mientras yo lo estaba pasando mal. Comencé a
recordar una vez que mencioné mi intención de reconquistarla porque
estaba convencido de que había entre nosotros más cosas que nos unían
que nos separaban y él me disuadió
diciéndome: “no tío, es chica no es para ti, volveriáis y luego
se repetiría todo de nuevo. Además, las segundas partes nunca
fueron buenas”. De algún modo u otro yo confiaba en su criterio. Creía
en él como si fuera mi voz crítica en los momentos en los
que yo no tenía una conciencia clara debido a la tormenta interna
que vivía.
-Ariel -me dijo- sólo te pido que lo
entiendas.
Había pasado seis meses desde que lo
dejé con Alicia, era bastante tiempo, pero de algún modo u otro
ella todavía resonaba en mi interior. Era un pensamiento recurrente
y era mi obsesión más íntima. De hecho, me alegraba y me
entristecía cuando hacía grandes avances en mi
proceso de olvidarla.
De pronto me invadió la rabia. Comencé
a pensar que él había estado alejándome de ella para
beneficiársela. ¿Y este era mi mejor amigo? ¿En este hijo de
puta he creído y confiado todas mis intimidades? Lo único que podía
hacer era darle un buen puñetazo en la cara, es lo
que se merecía. Pero no sabía cómo dárselo. No tenía mucha
experiencia peleándome con gente. No sabía cómo iniciar el
movimiento para impactar mi puño en su cara. Era lo único que
quería hacer porque insultar no era suficiente para mí, era una
pérdida de tiempo y, además, existe una enfermedad que no sé cómo
se llama en la que el cuerpo no segrega saliva y si yo tuviese esa
enfermedad no querría desperdiciar una gota de saliva en decirle lo
hijo de puta que era.
Entonces
levantó su mirada y se cruzó
con la mía. Vi a la persona más despreciable del mundo. Hacía cara de
cordero degollado, como si se sientiera culpable. Esa carita de pena lo
único que consiguió es incrementar mis ganas de partírsela. Me pregunté
si era mejor darle un puñetazo con la izquierda o con la
derecha. Decidí que como soy diestro debía dársela con la derecha.
¿Puño o mano? El puño seguro que hacía más daño. Había visto
muchas películas y en todas ellas daban con el puño cerrado, así
que yo debería hacerlo igual. Pero... ¿Dónde apuntaba? ¿En el ojo?
¿en la nariz? ¿en la boca? ¿cuántos puñetazos debía darle? ¿uno
solo? ¿tres? ¿los suficientes hasta desfigurarle? ¿o debía
ensañarme hasta darle una muerte que sin duda merecía?
Era una situación muy incómoda. Él estaba sentado y pasivo. Parecía que no barajaba la posibilidad
de que yo estaba pensando en darle una hostia. Me hubiese gustado que
se diera cuenta, que se reactivara y comenzase una pelea como dios manda.
Así al darle un puñetazo no sería tan frío ni tan violento (como
si dar un puñetazo no fuera violento de por sí). No sabía bien
cómo iniciar una pelea. ¿Cómo lo hacían los matones de barrio de
Cullera? Me había críado toda mi vida con ellos y ni siquiera había
aprendido lo más básico.
¡Eso
era una puta mierda! ¡No se le puede pegar a alguien que está
sentado y haciendo cara de pena y luciendo cara de gilipollas! ¡Así era
imposible iniciar una pelea! De algún modo u otro admiraba su sinceridad
y por eso no estaba
decepcionado del todo. Para estar decepcionado con una persona uno debe
tener muchas esperanzas depositadas en ella y yo siempre supe que su
cerebro no daba
para mucho, más bien no daba para nada. Así que me guardé las ganas de
pegarle y lo único que se me ocurrió decir fue:
-Eres un hijo de puta. Tienes suerte de
que no te reviente la cara ahora mismo.
Y me fui.
5 habitantes hablan:
Vas a ir poniendo el libro entero o cuando ya nos tengas a todos enganchados dirás que el siguiente capítulo vale 3.99€??
De momento mi curiosidad por saber qué pasa en el siguiente capítulo la tienes... espero no demores!!!
Enhorabuena por este proyecto. Un saludo.
Enhorabuena. Me gusta como transmites.
Mucho ánimo con todo.
Elena Montilla
Ya me tenias enganchada a todo esto antes de leer nada, imagina ahora....jejejejeje!!Te ha quedao todo muy chulo!!lo de la huella....GENIAL!!ya me iras contando cosillas!!! :)
Ali
Enhorabuena. Una más que ya está totalmente enganchada a la historia. Espero saber pronto como continúa :)
Muy chulo. Sigue dandole.
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