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lunes, 18 de junio de 2012

Capítulo 1 - España nunca ganará el mundial

Castillo de Cullera

-España nunca ganará el mundial.

Así de tajante se mostraba Daniel cuando comenzamos a hablar de fútbol y sobre las posibilidades que tenía la Selección Española. Lo decía convencido, sin titubear, y ante el asombro de los que le escuchábamos.

Lo argumentaba diciendo que en la Selección Española se ve reflejada la España histórica que se ha construído en los cimientos del odio. El color rojo de la camiseta representaba la sangre derramada por íberos, judíos, moros, cristianos y partidarios de unos reyes u otros que a lo largo de la historia han luchado entre ellos. Decía que por algo somos el país con más guerras civiles del mundo.

Los que invadían el país siempre decían que ellos eran los verdaderos españoles. Con la reconquista se decía que España siempre fue cristiana, cuando La Reina Católica expulsó a los judíos o les amenazaba con matarlos si no se convertían al cristianismo también lo decía. Siempre se hablaba de españoles auténticos y de los que no lo son. Y esas cosas, por ejemplo, no ocurrían en otros países. Se podía ser de izquierdas, de derechas, apolítico, anarquista, antisistema, pero nadie se atrevía a cuestionar que unos u otros no eran alemanes, franceses o filipinos. Ese era un fenómeno muy típico de España.

Yo le dije que eso que eran chorradas. Que nada queda de todo eso, que nuestra generación ya no piensa en la Guerra Civil ni en odios históricos, que lo único que queremos es vivir en paz, armonía y sin rencores, que ya ha pasado demasiado tiempo para echarnos la culpa los unos a otros de lo que ocurrió, que ni siquiera existíamos, que todo eso nos es ajeno.

Pero él decía que no. Que de algún modo u otro todo eso subyace en nuestro carácter, en nuestra educación y en la forma de ser. Y, por lo tanto, todo eso repercutía en la selección española que, de algún modo u otro, estaba dividida y no actuaba como conjunto porque nunca fueron un conjunto.

Yo insistía en que podíamos ganar el mundial. Pero Daniel decía que ganaríamos en la fase de grupos al típico equipo de tercera categoría y nos invadiría el espíritu de Don Quijote, ese que nos hacía vernos más grandes de lo que somos, de creer que tenemos una gran selección cuando en realidad lo que tenemos es un caballo viejo y unos escuderos rechonchos y tontos. Luego, cuando perdiésemos en cuartos, echaríamos la culpa al árbitro, al seleccionador de turno, a la providencia, o diremos que hemos sufrido un encantamiento y que los gigantes eran demasiado peligrosos como para luchar contra ellos. Él decía que Don Quijote representaba nuestra españolidad, que era la obra más actual que existía porque reflejaba el carácter español a la perfección y nuestra esencia era exactamente la misma cinco siglos después.

Estuvimos discutiendo toda la tarde. Arreglamos el mundo, el país, analizamos todos los pormenores de la política mundial hasta que la conversación se nos fue de las manos y terminamos hablando, como siempre, de pollas, tetas y culos. Era algo habitual: comenzábamos hablando de lo más trascendental y llegábamos a lo más banal.

Al final apostamos que si España ganaba el mundial yo le invitaría a una paella.

Habíamos bebido unas diez cervezas por cabeza. Yo estaba mareado pero Daniel aguantaba el tipo. Tenia el cuerpo a prueba de bombas. Quizás era porque la quimioterapia a la que había sido sometido le había hecho un cuerpo mucho más fuerte, aunque ahora ya estaba completamente curado y reestablecido del cáncer que tenía. Aquello fue muy curioso porque en mi vida vi afrontar esa enfermedad como lo hizo él.

Cuando todos estábamos preocupados por su estado de salud él bromeaba diciendo que ahora que se le había caído el pelo tendría mucho más fácil follar porque las mujeres, al verle, inconscientemente asociarían su cabeza a un falo y se despertarían sus apetitos sexuales. Se pasaba el día haciendo bromas de ese tipo y entre chiste y chiste daba a entender que no sufría. Era admirable porque nos hacía reír a todos burlándose de una enfermedad que podría habérselo llevado por delante en cualquier momento.

Al terminar de tratarse el cáncer (sí, yo digo cáncer, y no como esos políticamente correctos que hablan de “larga enfermedad” o eufemismos similares) el hospital le pasó una encuesta que le hacían a todos los pacientes para valorar el trato recibido y poder mejorar la calidad del servicio. Toda la encuesta se rellenaba con cruces de “muy bien”, “bien”, “regular”, “mal”. Pero en el último apartado había un espacio en el que se podía escribir alguna queja o sugerencia. Daniel escribió con su gran elocuencia que le parecía intolerable que, durante todo el tiempo que permaneció en el hospital, ninguna de las enfermeras se hubiese enamorado de él enloquecidamente y deberían hacer algo al respecto.

Salimos de aquel bar de Valencia. Yo iba más contento de lo habitual. Hacía mucho tiempo que no bebía. Aquella la tarde Daniel estuvo presentando su libro. Según él era la preseentación de libro más tardía de la historia porque estaba haciéndola dos años después de salir a la luz. Pero la enfermedad lo tuvo ocupado y no fue hasta ese momento cuando pudo hacer la presentación y, con la excusa, pasar un buen rato con los amigos de Valencia. El libro se llamaba “Los Rodriguez desde la cocina”. Y era un libro con fotografías y textos de Los Rodríguez, el grupo en el que Daniel tocó el bajo durante años. En la dedicatoria que puso en mi ejemplar escribió: “Amigo, te dedico una tiradita de goma sin dentadura con mucho afecto”.

Mientras caminábamos hacia su hotel se agarro de mi hombro y me dijo:

-¿Qué sientes al estar al lado de una estrella del rock como yo? ¿No notas una aureola carismática especial con la que te embriagas?
-Lo que noto es que un viejo choto trolo que chochea y ya y está diciendo boludeces – le contesté poniendo el acento argentino de nuestro admirado Tangalanga, aunque a mí no me salía nada bien como a él.

Llegamos a la puerta del hotel y nos despedimos con un gran abrazo, como si no nos fuéramos a ver en mucho tiempo.

-Eres muy grande -me dijo mientras me sujetaba de los hombros.
-Tú sí que eres grande -le contesté.

Se metió en su hotel y yo me fui a la estación de tren para volver a Cullera.

En Cullera había quedado con Juanjo. Me había mandado un mensaje diciendo que quería quedar conmigo para hablar. Parecía importante, aunque ya se sabe... las cosas que parecen importantes al final siempre resultan ser una gilipollez. Esa noche salimos por los pubs de Cullera. Estaban tan desolados, tan tristes y tan decadentes como de costumbre.

Allí continué bebiendo más y más cerveza. Juanjo no me había dicho nada durante toda la noche, lo cual me extrañaba. Suponía que me iba a contar su problema sentimental de turno, y no hay nada que me aburra más en el mundo que escuchar a gente hablar de problemas sentimentales. Cuando alguien me habla de sus dramas personales a mí me dan ganas de gritar “¡Estáis todos mal por problemas que creéis que son sentimentales cuando en realidad lo que os ocurre es que una persona con una determinada vagina o determinado pene no os hace caso!”. La gente que llora por amor o que se molesta por amor me parecía estúpida. Quizás era porque yo estaba despechado. Yo estaba tratando de superar mi ruptura con Alicia y no quería saber nada de ese tema absurdo llamado “amor”. Juanjo me había ayudado mucho en eso, estuvo escuchándome y dándome buenos consejos para superarlo.

Avanzaba la noche y como él no me decía nada me acerqué a él y le pregunté qué quería contarme.

-Salgamos fuera -me dijo.

Nos sentamos en unos bancos que hay al lado del Burguer King en el paseo marítimo. Él no me miraba a los ojos. Eso me hacía pensar que su problema era grave. Seguramente se trataría de una mujer que le había vuelto a rechazar. Ya estaba imaginando qué debía decirle para que se sintiera mejor y darle mi máximo apoyo. Él lo había hecho y yo debía hacerlo igual, por algo él era mi mejor amigo y yo era su mejor amigo. Nos comprendíamos.

-¿Qué te pasa? -le pregunté intrigado.
-No sé cómo decírtelo.
-¿Estás enamorado de mí? -bromeé.
-No -fue tan seco que comprendí que lo que pasaba era muy serio.
-¿Y qué es?
-Estoy saliendo con Alicia.

El Enola Gay acababa de sobrevolar Cullera, había arrojado su bomba y yo estaba tratando de digerirlo. Me lo dijo sin rodeos. Me costó reaccionar, me quedé en silencio durante unos segundos que se hicieron muy incómodos. Sólo se escuchaba a un perro ladrar a lo lejos. No podía ni pestañear y ni siquiera me planteaba que me pudiese estar gastando una broma porque no tendría ninguna gracia.

-¿Cómo dices? -fue lo único que logré decir.
-Tío, pensaba decírtelo, llevo toda la semana esperando para hacerlo pero no encontraba el momento adecuado.

No contesté. Mire hacia el lado opuesto de la acera. Los transeúntes pasaban ajenos a todo. A mí se me estaba comenzando a acelerar la respiración. Algo me subía desde la tripa hasta la garganta. Comencé a mover mis dedos y a apretar mi puño. También se me aceleró el corazón. Me pasé la mano por la cabeza en un gesto como si estuviese rascándome y quitándome el sudor a la vez. Le volví a mirar, él no me miraba.

-Sólo espero que no te enfades -añadió.
-¿Qué no me enfade? -pregunté indignado- ¿Cómo has podido?

No salía del asombro. Me costaba creerlo. Era una de esas cosas que jamás imaginaba que podía suceder. Hasta hacía bien poco él me estaba dando consejos de cómo olvidarla: “olvídate, esa chica, no merece la pena” me decía mientras yo lo estaba pasando mal. Comencé a recordar una vez que mencioné mi intención de reconquistarla porque estaba convencido de que había entre nosotros más cosas que nos unían que nos separaban y él me disuadió diciéndome: “no tío, es chica no es para ti, volveriáis y luego se repetiría todo de nuevo. Además, las segundas partes nunca fueron buenas”. De algún modo u otro yo confiaba en su criterio. Creía en él como si fuera mi voz crítica en los momentos en los que yo no tenía una conciencia clara debido a la tormenta interna que vivía.

-Ariel -me dijo- sólo te pido que lo entiendas.

Había pasado seis meses desde que lo dejé con Alicia, era bastante tiempo, pero de algún modo u otro ella todavía resonaba en mi interior. Era un pensamiento recurrente y era mi obsesión más íntima. De hecho, me alegraba y me entristecía cuando hacía grandes avances en mi proceso de olvidarla.

De pronto me invadió la rabia. Comencé a pensar que él había estado alejándome de ella para beneficiársela. ¿Y este era mi mejor amigo? ¿En este hijo de puta he creído y confiado todas mis intimidades? Lo único que podía hacer era darle un buen puñetazo en la cara, es lo que se merecía. Pero no sabía cómo dárselo. No tenía mucha experiencia peleándome con gente. No sabía cómo iniciar el movimiento para impactar mi puño en su cara. Era lo único que quería hacer porque insultar no era suficiente para mí, era una pérdida de tiempo y, además, existe una enfermedad que no sé cómo se llama en la que el cuerpo no segrega saliva y si yo tuviese esa enfermedad no querría desperdiciar una gota de saliva en decirle lo hijo de puta que era.

Entonces levantó su mirada y se cruzó con la mía. Vi a la persona más despreciable del mundo. Hacía cara de cordero degollado, como si se sientiera culpable. Esa carita de pena lo único que consiguió es incrementar mis ganas de partírsela. Me pregunté si era mejor darle un puñetazo con la izquierda o con la derecha. Decidí que como soy diestro debía dársela con la derecha. ¿Puño o mano? El puño seguro que hacía más daño. Había visto muchas películas y en todas ellas daban con el puño cerrado, así que yo debería hacerlo igual. Pero... ¿Dónde apuntaba? ¿En el ojo? ¿en la nariz? ¿en la boca? ¿cuántos puñetazos debía darle? ¿uno solo? ¿tres? ¿los suficientes hasta desfigurarle? ¿o debía ensañarme hasta darle una muerte que sin duda merecía?

Era una situación muy incómoda. Él estaba sentado y pasivo. Parecía que no barajaba la posibilidad de que yo estaba pensando en darle una hostia. Me hubiese gustado que se diera cuenta, que se reactivara y comenzase una pelea como dios manda. Así al darle un puñetazo no sería tan frío ni tan violento (como si dar un puñetazo no fuera violento de por sí). No sabía bien cómo iniciar una pelea. ¿Cómo lo hacían los matones de barrio de Cullera? Me había críado toda mi vida con ellos y ni siquiera había aprendido lo más básico.

¡Eso era una puta mierda! ¡No se le puede pegar a alguien que está sentado y haciendo cara de pena y luciendo cara de gilipollas! ¡Así era imposible iniciar una pelea! De algún modo u otro admiraba su sinceridad y por eso no estaba decepcionado del todo. Para estar decepcionado con una persona uno debe tener muchas esperanzas depositadas en ella y yo siempre supe que su cerebro no daba para mucho, más bien no daba para nada. Así que me guardé las ganas de pegarle y lo único que se me ocurrió decir fue:

-Eres un hijo de puta. Tienes suerte de que no te reviente la cara ahora mismo.

Y me fui.

5 habitantes hablan:

David Alcora dijo...

Vas a ir poniendo el libro entero o cuando ya nos tengas a todos enganchados dirás que el siguiente capítulo vale 3.99€??

De momento mi curiosidad por saber qué pasa en el siguiente capítulo la tienes... espero no demores!!!

Enhorabuena por este proyecto. Un saludo.

Anónimo dijo...

Enhorabuena. Me gusta como transmites.
Mucho ánimo con todo.

Elena Montilla

Anónimo dijo...

Ya me tenias enganchada a todo esto antes de leer nada, imagina ahora....jejejejeje!!Te ha quedao todo muy chulo!!lo de la huella....GENIAL!!ya me iras contando cosillas!!! :)

Ali

Anónimo dijo...

Enhorabuena. Una más que ya está totalmente enganchada a la historia. Espero saber pronto como continúa :)

Vindicador dijo...

Muy chulo. Sigue dandole.

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